
JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO
Hubo una época donde el verbo “correr” fue señalado por los protectores del buen juego como una tarea incompatible con el talento. Correr era una obligación, un deber, un sacrificio y hasta un martirio para aquellos equipos, jugadores y entrenadores, que se entregaban al trato de balón como recurso único.
Así, fue estigmatizada una clase de futbolistas denominados atletas o correlones; y ya lo sabemos, nadie paga un boleto para ver un futbolista correr, se paga para verlo jugar.
El futbol no es atletismo, ni una carrera de fondo -decían-, quienes defendían que, para jugarlo bien, era indispensable correr lo mínimo: que corra la pelota o que corra el rival que no sabe jugar la pelota; aseguraban. Pero el fondo físico, más fácil de adquirir que los fundamentos del juego, fue ganando terreno al talento natural. De pronto, los grandes equipos llenaron sus campos de jugadores con una enorme disposición para ir y venir, bajar y subir, apretar, marcar, presionar; es decir: correr, correr y correr.
Ningún entrenador explicó, interpretó y aplicó mejor el verbo “correr”, que Guardiola: el que no corría, no jugaba, y si Messi, que era el que mejor jugaba, también era el que más corría, entonces correrían todos. Para recuperar la pelota había que correr y para mantener la pelota, seguir corriendo para ofrecer múltiples opciones de pase al compañero. Hoy, equipo que no corre, no gana.
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