
He visto a un tipo correr bajo la nieve con el torso desnudo. Desconozco si sigue vivo. Llevaba en la mano varias prendas de ropa, por lo que es de suponer que salió vestido de casa. Entiendo que fue en el fragor de la carrera −llevado quizá por la épica− cuando decidió despojarse de sus atavíos. Porque la épica, estimados amigos, es muy importante. En estos tiempos difíciles, deberíamos llenar de épica nuestras melifluas vidas. Un perrete sin dueño, consciente quizá de la machada, ha seguido al descocado runner con trote ligero, luego se ha detenido y le ha ladrado, no sé si movido por la admiración o el desprecio, pero le ha interpelado. El desdén del atleta no ha hecho mella en el cánido, que ha resuelto el desaire con una profusa meada junto a una papelera. El chorro, humeante debido al contraste térmico, se ha hundido en la nieve creando pequeños socavones, lo que le ha permitido dibujar sobre el manto blanco una sinuosa línea discontinua a modo de recortable. La secuencia perruna, algo prosaica si quieren, me ha parecido de una gran belleza y plasticidad. Porque si la épica es importante, la poesía no lo es menos.
La gran nevada castellana sería por tanto el contrapunto glacial a ese ardiente porvenir que nos espera según el amigo Christakis. Un folio en blanco libre de tachones sobre una ciudad callada por la nieve por la que desfilan perretes poetas e impúdicos corredores. Y entretanto, a la espera de ese horizonte disoluto, vamos acumulando sobresaltos, tantos que empezamos a pensar ya qué será lo próximo. Como si el silencio que dejó la tormenta no fuera el de la calma, sino el silencio del niño que ve venir la galleta paterna, que la intuye próxima, que aprieta los párpados y cuadra la mandíbula. Y en efecto, se la termina llevando.
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